Los Funcionarios: Victimas presentadas como culpables

Os dejo aquí un revelador artículo del CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL: FRANCISCO J. BASTIDA. donde nos muestra cómo sólo se trata de una herramienta más del poder para dispararnos con demagogía barata para dividirnos. El lema de divide y vencerás lo usan hasta las máximas consecuencias.

Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis económica. Las
víctimas son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de
su poder para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al
horario laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el
agravante de que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la
Administración pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de
mira, como parte de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte
más de quienes sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de jornada de
los funcionarios se aplauden de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa
de los gobernantes por ver ratificada su decisión.

Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se
envidia de su status -y por eso se critica- la estabilidad que ofrece en el
empleo, lo cual en tiempos de paro y de precariedad laboral es comprensible;
pero esta permanencia tiene su razón de ser en la garantía de independencia
de la Administración respecto de quien gobierne en cada momento; una
garantía que es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece
constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública, conforme al
mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión de ganar una plaza
«en propiedad» responde a la idea de que al funcionario no se le puede
«expropiar» o privar de su empleo público, sino en los casos legalmente
previstos y nunca por capricho del político de turno. Cierto que no pocos
funcionarios consideran esa «propiedad» en términos patrimoniales y no
funcionales y se apoyan en ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con
el beneplácito sindical; pero esto es corregible mediante la inspección, sin tener
que alterar aquella garantía del Estado de derecho.

Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionariado son los políticos cuando acceden al poder. Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base de lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los
ven como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen
objeciones y controles legales a quienes piensan que no deberían tener límites
por ser representantes de la soberanía popular. En caso de conflicto, la lealtad
del funcionario a la ley y a su función pública llega a interpretarse por el
gobernante como una deslealtad personal hacia él e incluso como una oculta
estrategia al servicio de la oposición.

Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor número, los cargos de confianza al margen de la Administración y de sus tablas salariales; también se ha provocado una hipertrofia de cargos de libre designación entre funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un interés en alinearse políticamente para acceder a puestos relevantes, que luego tendrán como premio una consolidación del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o
indirecta de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios,
influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de sus perfiles y temarios
e incluso en la composición de los tribunales. Este modo clientelar de entender
la Administración, en sí mismo una corrupción, tiene mucho que ver con la
corrupción económico-política conocida y con el fallo en los controles para
atajarla.

Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los que se
tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por ellos mismos en
la función pública, arremeten contra la tropa funcionarial, sea personal
sanitario, docente o puramente administrativo. Si la crisis es general, no es
comprensible que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que se
quiere es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general
para todos los que perciben rentas por el trabajo sean de fuente pública o
privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario
del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad. Pretender que trabaje
media hora más al día no resuelve ningún problema básico ni ahorra puestos de
trabajo, pero sirve para señalarle como persona poco productiva. Reducir los
llamados «moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como
un complemento salarial en especie ante la pérdida de poder adquisitivo- no
alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha contratado a una
persona para sustituir a quien disfruta de esos días, pues se reparte el trabajo
entre los compañeros. La medida sólo sirve para crispar y desmotivar a un
personal que, además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar
que los gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis. Pura
demagogia para dividir a los paganos.

En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si
sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de
enmienda. No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo
más, los ha frenado por falta de financiación o, simplemente, ha forzado a
practicarlos de manera más discreta.

Francisco J. Bastida.

Catedrático de Derecho Constitucional.
Universidad de Oviedo.

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